domingo, 27 de junio de 2010

Sexta parte. Tres revoluciones, un reencuentro y un final.

Si bien en muchas ciudades del mundo se pueden encontrar barrios que nuclean comunidades, como "Little India", "Little Italy" o "China Town", en una sola de ellas el visitante encontrará "Little England". Un viaje de 6 horas por los serpenteantes caminos montañosos de Laos nos llevó a Sebastián, a Lorenz, un alemán que conocimos en la apretujada van, y a mí a Vang Vieng, un pueblo rodeado de exhuberante naturaleza que podría ser catalogado como "pequeño resabio colonial británico", a sabiendas de que Laos siempre fue francés. El sinuoso trayecto me había tenido un tanto "desequilibrado", dado que unos días antes de partir de Luang Prabang había caído enfermo. Encerrado en la habitación con alta fiebre y gran dolor de estómago, vino a verme una estudiante de medicina que se hospedaba en el mismo hotel:

-¿Te duele acá?
-Sí.
-¿Y acá?
-Sí.
-¿Acá?
-También.
-Ajá... Yo diría... que... tenés un malestar general en la zona del estómago.

Consternado por el concluyente diagnóstico, me fui al hospital, donde primero dudaron si tomarme una muestra de sangre para saber si tenía malaria, para finalmente confirmarme que tenía una más modesta gastroenteritis.

Vang Vieng, entonces, no sólo fue el lugar donde me autoinfligiría un casi fulminante ayuno de 2 días: allí descubriríamos hasta dónde puede llegar la estupidez humana. La principal actividad de este pueblo se denomina "tubing" y consiste en alquilar un inflable en forma de neumático, ir a un angosto río, y flotar por él, hasta que uno se encuentra con sogas de las que se puede tirar para llegar a la orilla donde hay bares esperando con nutridos menús de bebidas y drogas. A la mañana siguiente, los post-adolescentes, en su mayoría ingleses, tienen tal resaca y están tan afectados por los hongos mágicos que no pueden hacer más que ir a desayunar a otros bares cuyas mesas y sillas están orientadas hacia los televisores que pasan capítulos de "Friends", todo el día. Allí se quedarán los jóvenes fiesteros muchas horas, comiendo y viendo televisión, hasta recuperarse y poder repetir la rutina, quizás por una semana. "Ubicate chabón, estás en Laos", le enseñé decir a Lorenz. Nosotros, que ya habíamos cobrado la fama de "antis", luego de tener que darle explicaciones a toda persona que conocíamos y nos preguntaba con total excitación "¡¿Ya hicieron tubing?!", seguimos ruta y nos fuimos a Vientiane.

La capital de Laos nos recibió con un calor tan abrasador que no nos dejó más alternativa que pasar una tarde por demás bizarra: nos fuimos a un parque acuático construido en lo que parecía una ex-fábrica de zapatillas, de la cual salían toboganes azules en dirección a una pileta con agua de un verde un tanto llamativo. No sólo éramos los únicos en el parque, sino que pude ver cómo al llegar, mientras nos acercábamos a la entrada, giraban el cartel de "cerrado" a "abierto". En cuanto al resto de la ciudad, nos resultó tan trivial que lo más divertido que nos pasó fue perdernos en ella. Apenas salimos del hotel, nos dimos cuenta que no habíamos anotado ni su nombre ni la dirección, por lo que en un papelito escribimos las cosas que veíamos que estaban en nuestro alfabeto: un cartel publicitario de Fujifilm y un poste con una flecha indicando el camino hacia un "wat" (templo). Lo más peculiar que nos pasó en la caminata fue descubrir que los hoteles cinco estrellas, a diferencia de aquellos de toda ciudad capital, tenían no 2 sino 3 banderas: la del hotel, la de Laos y la comunista; sí, la roja con el martillo y la hoz. "A la República Popular Democrática de Laos le caben el lujo y el comfort", dijo Lorenz, que ya había aprendido el verbo "caber" en varias de sus acepciones. Tres horas después de caminar sin rumbo, y con ganas de emprender el regreso, Sebastián dijo "aprovechemos lo piolas que fuimos y usemos nuestras anotaciones para preguntar cómo volver". No sólo nos tomó otras tres horas encontrar a alguien que hable inglés o entienda nuestro "dígalo con mímica", sino que, al logarlo, se nos rieron en la cara frente a nuestro penoso papel que decía "Fujifilm - Wat", como si eso fuera a llevarnos a alguna parte. "Carteles de Fujifilm y wats hay en toda la ciudad, muchachos", nos dijeron por ahí. Unos extranjeros caídos del cielo y hospedados en nuestro mismo hotel aparecieron en nuestro camino y nos salvaron de ser unos sin techo por una noche.

Una parte de nuestro viaje por Laos se terminaba y otra empezaba con nuestra salida de Vientiane. Sabíamos de una cueva que albergaba un río subterráneo de 7 kilómetros a la que el transporte público no solía llegar. Nuestro empecinamiento nos convenció de intentar ir a dedo, sólo para que luego nuestro éxito convierta al método en rutina y nos lleve a recorrer todo el sur del país de la misma manera, logrando así tener experiencias bastante improbables cuando se viajan largos trayectos en colectivo. Una noche, en la ciudad de Thakhek, fuimos a un bote-boliche amarrado en la orilla del río. Menos de 2 minutos después de haber llegado ya todos se habían enterado de la presencia de 3 extranjeros, y muchos prácticamente hacían cola para sacarse una foto con nosotros, invitarnos a su mesa y convidarnos una cerveza. Así, seguiríamos conociendo pueblos y ciudades en las que los adultos nos mirarían cual aztecas viendo a los españoles llegar a sus tierras por primera vez, y en las que los niños nos empezarían a sonreir y saludar gritando su simpático "¡Farang!" (algo así como "¡gringo!"), acercándose de a poco, tímidamente, como gato curioso. Los que sabían unas palabras de inglés largaban un "I love you!" antes de salir corriendo.

La llegada a Camboya no fue un mero cruce de frontera (¡Y qué cruce! A un ghanés no lo dejaron pasar por ser negro: "no es porque sea negro, es sólo con los negros de algunos países", esgrimía el tipo de migraciones ante mi visible indignación), sino el arribo a un país con un crudísimo pasado que, de hecho, es aún presente. Hace 35 años, una guerrilla autoreivindicada "comunista" conquistó la capital, derrocó al gobierno y evacuó todas las ciudades, poniendo a toda la población a trabajar en el campo con gran intensidad y brutalidad, para convertir a Camboya en una "sociedad agraria". El país se transformó en un campo de concentración del que nadie podía escapar. Los 4 años de gobierno de los Khmer Rouge dejaron como resultado entre un 25 y un 30% de la población muerta, una mitad de hambre, la otra ejecutada o torturada. A los camboyanos con los que establecía cierta relación les hacía la misma pregunta respecto de dicha época: "¿alguien de tu familia se murió?". La respuesta promedio: "mis abuelos, un tío y tres primos". Y sin embargo, todos mantienen la sonrisa, el buen humor y, sobre todo, las ganas de vender: "Where you from, sir? Want tuk-tuk? You smoke? Good heroine! Cheap cheap!".

Nuestros escuetos 10 días en estos pagos nos encontraron visitando el magnánimo Angkor Wat, un complejo de templos hinduistas milenarios perdidos en medio de una selva llena de monos y minas. No salirse del camino o terminar mordido o amputado era la regla. Otro tipo de ruinas nos esperaba en Phnom Penh, la ruidosa y caótica capital del país: fuimos al principal centro de detención y tortura durante el gobierno de los Khmer Rouge. La única diferencia con la ESMA era que, a la salida de esta escuela primaria devenida en prisión, esperaban pidiendo limosna tipos sin brazos, sin piernas, o incluso sin prácticamente nada de piel ni músculos en la cara: posiblemente sobrevivientes del "museo" que acabábamos de visitar. O valiosas piezas para exhibición, o la historia es presente.

El trío "dedo veloz" llegó a su fin en la capital camboyana. El cercano fin de nuestros respectivos viajes trifurcaba nuestro sendero hasta entonces conjunto: Sebastián se volvía a Tailandia -me confesó que extrañaba al Rey-, Lorenz se quedaba en Camboya y yo me iba a Vietnam. Después de una somnolienta pero cálida despedida en el pasillo de un hotel céntrico de Phnom Penh a las 4 de la madrugada, me fui nomás. 5 horas después, estaba en la ciudad de Ho Chi Minh.

Conocida hasta 1975, cuando Vietnam del Norte venció al Sur, como Saigón, esta enorme urbe de rascacielos y gallinas correteando por las avenidas me daba un pequeño adelanto del omnipresente sonido que acecha en todos los rincones de este país: la bocina. La mayoría de los países suelen ser simbolizados por imágenes, generalmente de monumentos: Francia, por la Torre Eiffel, Brasil, por el Cristo Redentor, etc. Vietnam, por su parte, podría ser evocado con el ensordecedor sonido de una bocina. A este respecto, los vietnamitas al volante son como murciélagos. Estos bichos alados (no los comunistas, los murciélagos), dado que tienen una ceguera de nacimiento, se orientan mediante la emisión constante de un pitido, cuyas ondas sonoras chocan contra todo objeto dentro de su alcance y rebotan, volviendo al emisor. Según la intensidad con que regresan, el animal puede calcular la ubicación precisa de sus presas como de obstáculos en su camino. Los vietnamitas, por su parte, manejan mirando a cualquier parte y adelantándose en curvas cerradas a 100 km/h. Para subsanar la obvia peligrosidad de su método, tocan la bocina una vez por cada metro recorrido, y si no reciben respuesta (un "eco", como los murciélagos), asumen que el camino está despejado y siguen su rumbo. Así, uno puede estar caminando por una calle de 2 metros de ancho en un pequeño pueblo, y, no habiendo nadie a 100 metros a la redonda, de repente escucha un bocinazo detrás suyo, a tan sólo unos centímetros: es un motociclista, que en vez de decir "permiso" hará sonar su corneta hasta que uno, el obstáculo, haga espacio.

La ciudad de Ho Chi Minh es una marea de motos-murciélago y museos de la revolución. Por sobre todos ellos se destaca el Palacio de la Independencia, hasta el '75 la Casa de Gobierno de Vietnam del Sur. En dicho año, llegaron a este edificio los tanques del Viet Cong, poniendo fin a largos años de guerra. Tuve la oportunidad de visitar lo que había sido el despacho del presidente y de salir al balcón; fue un gran día peronista.

Empecé a viajar hacia el norte con un mesurado apresuro ya que, por primera vez en mi viaje, tenía un "compromiso": tenía que estar en Hanoi el 7 de junio. Conocí lugares con comidas exquisitas, ruidos familiares, gente diferente y calor insoportable. En Hué, una antigua e imponente capital imperial, la sensación de que alguien quería prender una fogata en mi piel me llevó un día a tener que correr, saltando de sombra en sombra, esquivando el sol. La temperatura lo hacía realmente necesario, aunque un grito de "¡farang!" hubiera estado un tanto merecido.

Luego de visitar Hoi An -un pueblo tan encantador que, durante la guerra, Estados Unidos y Vietnam del Norte acordaron no destruir- y Halong Bay -una bahía con 2000 islas dispersas en un mar esmeralda-, me fui a Sapa, un pueblo en la montaña, a escasos kilómetros de China. Apenas llegué y me bajé del tren, me encontré en una plaza donde habían puestos de comida cocinando... perro al spiedo. Giraban cual pollos sobre unas improvisadas brasas. De repente, empecé a recordar ese viaje en tren, tan extenuante... 12 horas en un banco de madera, con nenes durmiendo en el piso que no me hacían lugar, no me dejaban conciliar el sueño y me daba hambre... me fui al vagón-comedor y pedí una sopa de fideos con... ¿Qué tenía? Sí, empecé a recordar. Tenía una carne... bastante dura e insabora, justo como dicen que sabe la carne de... "No, Andrés, ¡pensá en cosas lindas!", me convenció mi conciencia. Y me fui a buscar un hotel.

Encontré en Sapa un lugar encantador y mágico, rodeado de colinas envueltas en un halo de bruma y ¡frío! Me puse abrigo por primera vez en 2 meses y me fui a caminar por los callejones empinados y los mercados llenos de olores, colores y cabezas de perro a la venta. Pero este pueblo era más que sabores no aptos para el paladar occidental. A él se acercan diariamente a comerciar miembros de diversas tribus que habitan en las montañas del norte. Cada tribu tiene su característica ropa, aros, peinados y hasta forma de andar. Ahí estaba yo, esa fría noche, comiendo un riquísimo arroz, en el comedor de un mercado callejero, rodeado de personas tan coloridas como lejanas. Por más que estuvieran allá nomás, sentadas al lado mío, dándole al plato de sopa de perro.

Hanoi, la capital de Vietnam, me resultó sorprendentemente simpática. Casi tan omnipresente como el Rey de Tailandia, Ho Chi Minh se encuentra en todas partes. El gran héroe nacional tiene una ciudad con su nombre y hasta museos y monumentos en cada pueblo. Pero hay un lugar en que su imagen y figura es más adorada que en ningún otro: su mausoleo. Como ningún viaje a Vietnam estaría completo sin ver de cerca al liberador de la patria, me fui a ver a Ho Chi Minh en formol, luego de una cola de más de 2 horas... ¡41 años después de su muerte! "Alfonsín es un poroto", dijo un argentino atrás mío en la fila.

Pasé el resto de mi tiempo en Hanoi perdiéndome en sus callecitas, comprándome un sombrero de paja cónico, típico de allá, y hasta yendo al teatro; pero mucho no pude entretenerme porque el 7 de junio llegó, y tenía que acudir a mi compromiso. Me desperté bien temprano, me despedí de Vietnam desayunando una sopa de fideos y me fui al aeropuerto a tomar el avión. 3 horas después estaba aterrizando en Kuala Lumpur, la capital de Malasia. Me quedé ahí, en el aeropuerto, esperando mi reunión, si así se puede llamar un encuentro que sólo una de las partes sabe que ocurrirá. Yo lo pensé, más bien, como una sorpresa, y del mismo modo lo vieron Lu y Cele cuando llegaron de India y me encontraron ahí, en la zona de arribos, esperándolas -con mi sombrero vietnamita- y se pusieron a gritar desaforadas.

Luego de viajar por India, estaban volviendo a la tierra kiwi, con una escala de 2 días en Malasia. Habiendo averiguado cuál era su vuelo, me fui a buscarlas para pasar unas últimas horas juntos antes de volver a vernos las caras en Argentina. Pasada la emoción del reencuentro (o casi), nos quedamos toda la madrugada tirados en el hall del aeropuerto contándonos nuestros viajes, pesándonos en las balanzas donde pesan las valijas al hacer el check-in (aprovechando que no había prácticamente nadie y el Deportation Index era uno distinto para cada país) e intentando lograr entender cómo era que estábamos los 3 reunidos en Kuala Lumpur. "Mejor que decir es hacer", recordó Cele en voz alta de sus clases de historia argentina, así que nos tomamos un colectivo, dejamos las cosas en un hotel y nos fuimos a recorrer la ciudad.

La llegada a esta aglomeración de rascacielos y subtes que se manejan solos fue bastante chocante, especialmente viniendo de Hanoi. Con el correr de los días comenzaría a descubrir a Malasia como un mundo distinto del resto del Sudeste Asiático: no sólo las rutas están en buen estado y todos hablan inglés: pareciera como si quisieran construir un tren bala para hacer de cuenta que no son un país tropical pobre. Con respecto al inglés, era graciosísimo ir descubriendo de a poco cómo los tipos se tomaban las cosas tan literalmente; al tener un alfabeto latino, podíamos leer algunas palabras que tomaron del inglés y usaban cotidianamente: "express" era "ekspres", "police" era "polis", "science" era "sains" (ver un patrullero andando por la ciudad con la palabra "polis" estampada se llevaba el gran galardón). Por otro lado, la mezcla cultural en este país era muy llamativa, habiendo un alto porcentaje de población china e india. Además, la religión principal ya no era el Budismo, sino el Islam. En este contexto puede entenderse mejor que nos hayamos pasado el día desayunando comida india, andando en monoriel al mediodía, paseando por el barrio chino por la tarde y haciendo un picnic nocturno frente a los monumentales 500 metros de las Torres Petronas.

El día siguiente fue el último de nuestro breve reencuentro. Apreovechamos las horas que teníamos antes del vuelo de Cele y Lu para subir al puente que une a las Petronas, para luego salir corriendo a la estación a que se tomen el tren al aeropuerto. Con un gran abrazo grupal, de esos que hacen que todos alrededor volteen, nos despedimos de nuevo hasta volver a vernos unas semanas más tarde en Buenos Aires. En medio de una gran tormenta, yo me tomé un micro a Melaka, una ex colonia portuguesa-holandesa, donde, al llegar, iría a internet para encontrar un email de Lu diciendo que habían llegado tarde y se habían perdido el vuelo (que pudieron reprogramar para el día siguiente). En un post-data, me puso: "Hay cosas en que somos tan predecibles". "No se nos puede sacar a pasear", le respondí.

Después de algunos días en unos pueblos playeros, donde vi el primer partido de la selección con gente excitadísima por tener un argentino viendo el partido con ellos (en el Sudeste Asiático son todos súper fanáticos de Argentina, Maradona y Messi: todos los días se puede ver a alguien andando por la calle con nuestra camiseta, y ni hablar de lo que dicen cuando se enteran que uno es argentino: "Good football! Messi! Maradona!"), me fui a la isla Perhentian, poblada de lagartos, monos, búhos, y algún que otro humano. Como si fuéramos pocos, durante mi primera noche ahí, llegó a la playa una tortuga de 1 metro y medio de largo y 160 años de edad a poner huevos. Como si fuéramos menos aun, la tarde siguiente apareció Medorian, el amigo rumano que nos habíamos hecho en el sur de Nueva Zelanda. El pequeño grupo de extranjeros alojándonos ahí más un grupo de gente del lugar festejamos su coincidente cumpleaños al compás de una banda de música autóctona, bajo una intensa tormenta tropical, ahí, a la orilla del mar.

Luego de pasar el segundo partido de la selección en un puesto de fideos en las calles de Penang, con decenas de malasios alentando a Argentina, y hasta con un pequeño altar a Messi y Maradona (como no podían ser otros dos) en un mercado, volví, luego de 2 meses, a Tailandia, esta vez al sur, para enfilar a sus famosas playas, islas y aguas llenas de peces de colores casi surreales. Me vi gratamente sorprendido con la nueva edición del Calendario Real, habiendo en esta oportunidad fotos del Rey tocando la trompeta, el saxofón, la guitarra y el piano. Todo un talento.

Aquella fue mi última semana de viaje antes de volver a Bangkok. Durante esos largos días de tranquilidad en la playa me fui haciendo a la idea de que terminaba una historia de 7 meses, para retomar otra ya empezada hace mucho tiempo; mañana vuelvo a Nueva Zelanda, para, tan sólo unos días después, tomar mi vuelo de regreso a Argentina.


jueves, 13 de mayo de 2010

Quinta parte. El monarca y los elefantes.

Luego de 14 horas de vuelo y una larga escala en Sydney, llegamos a Bangkok. Apenas salimos del aeropuerto, una ola abrumadora de calor no sólo nos dio la mano y la bienvenida a la capital de Tailandia sino que se presentaba como nuestra eterna acompañante por todo el Sudeste Asiático. Cansados del largo viaje y del día de paseo en Australia, nos tomamos un taxi al centro, donde buscamos hospedaje en medio del asfalto caliente, el ruido, el tráfico y unos asfixiantes 40 grados nocturnos. Recién la mañana siguiente nos dio un aire de claridad y el tiempo para tomar conciencia de que, luego de 4 meses, estaba de nuevo "en casa", o, en otras palabras, en un país con problemitas. Nueva Zelanda estaba lejísimos.

Nos encontramos con Guido, Matias y Sebastián, que habían venido en otro vuelo, y nos fuimos a dar vueltas por la ciudad, inundada de colectivos viejos, humo, autopistas, casas viejas, rascacielos, ríos y arroyos. Una descripción especial merece el inédito sistema de transporte de Bangkok. Además de lanchas, trenes elevados, trenes subterráneos, colectivos y taxis, transitan por la ciudad (como por todo el Sudeste Asiático) los llamados tuk-tuk, es decir, motos/triciclos que atrás arrastran un ancho asiento para dos o tres pasajeros, cual carroza-calabaza. Dichos triciclos son muy utilizados por los extranjeros como uno, que en una urbe tan caótica y con 200 líneas de colectivos se encontraría perdido fácilmente. Lo particular de los tuk-tukeros (los simpáticos conductores de estos vehículos) es que hacen sospechar de sus intenciones cuando ofrecen un viaje de media hora al centro por la suma módica de 1 peso argentino. "¿Cómo puede ser?" nos preguntamos. Y le dijimos al tuk-tukero "cantanos la posta", o "sing us the post". Nos confesó su secreto: logran hacer los viajes tan baratos porque en el camino frenan en uno o dos negocios y si el pasajero permanece adentro mostrando interés durante 10 minutos, al conductor le dan un voucher de nafta, como ''agradecimiento'' por llevar potenciales clientes. Así que hicimos un trato: "mirá, queremos ir al centro por 1 peso, vos hacé la escala donde te parezca, a vos te dan el voucher y todos contentos". "Bueno, pero miren que si están menos de 10 minutos a mí no me sirve". Tal como fue prometido, camino a destino el señor frenó en un negocio que fabricaba trajes a medida. Tuvimos que inventar una larga historia sobre el casamiento de nuestra hermana y lo mucho que necesitábamos tener el mejor traje posible, mientras los encargados del negocio trataban de no quedar mal mientras buscaban echarnos antes de los 10 minutos, ante la obviedad de la falsa situación. Pasado ese tiempo, y habiendo obtenido el voucher para nuestro conductor, seguimos camino al centro, pero la moto se rompió poco antes de llegar. "No puedo seguir, tómense un taxi", nos dijo el tuk-tukero, dándonos 10 pesos. En Bangkok podés salir de paseo y hasta ganar plata.

Otra tarde, a la salida de nuestra visita al majestuoso "Gran Palacio", cuyo nombre explica bastante, pasamos por una avenida en la que estaban acampando, hacía un mes, los llamados "camisas rojas", un grupo que reclama la renuncia del presidente, dado que el actual gobierno es resultado de elecciones organizadas por quienes perpetraron un golpe de Estado en 2006. Dicho acampe, en medio de la 9 de Julio tailandesa, había sido una mera concentración pacífica en sus 4 semanas de extensión... Hasta ese día. Volviendo del Gran Palacio nos encontramos con cientos de militares que llegaban marchando con tanques y camiones y se instalaban a pocas calles del campamento. Mientras tanto, helicópteros sobrevolaban la avenida y corría el rumor de que antes de medianoche los "rojos" serían desalojados por la fuerza. Pocas horas después, empezó a ocurrir. Los helicópteros comenzaron a volar bajo y a tirar latas de gases lacrimógenos, mientras en una esquina, a sólo 2 cuadras de nuestro hotel, lo que en un principio eran piedras y botellas volando, se transformaron en bombas molotov, balas de goma, granadas y disparos de plomo. Khao San, la calle de los mochileros de Bangkok, estaba de repente desierta, salvo por un bar que abrió sus persianas cuando yo y muchos otros que estábamos cerca tuvimos que correr y refugiarnos en él. Una hora después los ruidos habían terminado y el ejército se había retirado. A pesar de que no habían podido desalojar, las calles parecían haber presenciado una guerra: agujeros de bala en las paredes y en los autos, charcos de sangre, tanques abandonados y dados vuelta, 5 soldados secuestrados por los manifestantes, y 25 muertos. Volví al hotel e intenté dormir, todavía aturdido por los disparos, aunque afuera reinaba el silencio.

Luego de 4 días en la convulsionada ciudad, y después de despedirnos de Martin, Guido y Matias, que teniendo sólo un mes para viajar se fueron pronto hacia su próximo destino, Sebastián y yo emprendimos nuestro viaje hacia la verdadera Tailandia, fuera de la gran metrópolis. Visitamos Ayutthaya, una antigua capital cuyos parques tienen ruinas centenarias y elefantes, y cuyas calles desbordaban de gente festejando el Año Nuevo Lunar tirándose agua y talco, tanto entre ellos como a nosotros. Mientras el agua servía de alivio para el calor, el talco sólo lo empeoraba porque formaba un engrudo y se creaba un efecto invernadero en nuestra piel. Allí conocimos a Nicolás, un chileno con quien viajaríamos unos días por el Parque Nacional Khao Yai, en medio de una selva llena de monos, elefantes y tigres, y por Sukhothai, otra antigua capital de Siam donde mejoraría mi nivel de tailandés hasta el punto de poder tener conversaciones bastante básicas pero lo suficientemente simpáticas como para sacarle a los tailandeses esa sonrisa fácil que tienen a flor de piel.

Así pasaron las primeras semanas, entre comidas exóticas, represión militar, ruinas centenarias y viajes en tren. La Tailandia globalizada y moderna, es decir, la de los celulares por doquier, las telenovelas al estilo mexicano, las cadenas de minimercados y los rascacielos, era una sola con la otra: la de los puestos de comida y los chicos tirándose agua en todas las esquinas; la de las veredas confundiéndose con las calles, que de repente se transforman en mercados vendiendo desde frutas tropicales hasta animales aún vivos en un balde con agua (como ranas, anguilas o tortugas); la de los olores y colores que se mezclan con un aire espesado por la quema de pastizales, mientras los nenes juegan en las calles de tierra entre perros y gallinas.

Si lo hasta aquí descripto hace referencia a las sorpresas que le pueden deparar a uno al girar en una esquina, hace falta mencionar aquellas cosas que a los pocos días dejan de llamar la atención debido a su brutal cotidianeidad: Buda y el Rey. No importa si uno va por la calle o por una avenida, por un hotel o por un mercado, estas dos entidades se hacen presentes. Buda, por un lado, tiene sus templos en cada barrio y sus altares en cada casa y restaurante. Se le paga tributo prendiéndole sahumerios y dejándole frutas y vasos de agua para que proteja a su seguidor de los malos espíritus. Se lo puede encontrar en centros religiosos en forma de escultura, ya sea en posición parada, sentada o acostada. El Rey, por su parte, es un señor que lleva 60 años en el trono, cuyas fotos se pueden ver en las avenidas y su himno escucharse antes de cada película. El Rey ama a todos y es amado por todos. Sabio, sereno y carismático, se lo puede encontrar diariamente en cuadros enmarcados y en las fotos de los calendarios, en todo lugar techado al que uno ingrese o en toda calle por la que uno camine. Por lo tanto, desde el primer día estuvo siempre allí con nosotros, deseándonos dulces sueños y un buen provecho. Según el mes del año en que uno viaje a Tailandia, los calendarios mostrarán imágenes como: el Rey leyendo un libro, el Rey señalando a la distancia, el Rey en su trono, el Rey con Kennedy, o el Rey saludándose mano a trompa con un elefante. Si se observa con atención, podrá notarse que en todas ellas se le asoma la correa de su cámara de fotos, porque el Rey es amante de la fotografía. No importa con quién uno viaje por Tailandia, siempre se estará acompañado.

Nuestra travesía hacia el norte tomó un desvío no muy meticulosamente planeado. No sólo cambiamos de rumbo sino que decidimos hacer una visita a un vecino país. Despedidos de Nicolás, el chileno, nos encaminamos con Sebastián hacia Mae Sot, un pueblo lindante con Myanmar/Birmania. Sumergido en una violenta dictadura hace décadas, este país ofrece pocas facilidades a la hora de las visitas. Las visas escasean y las fronteras son muy restrictivas: nuestro cruce de Mae Sot (Tailandia) a Myawaddi (Myanmar) sólo pudo ser por un día, previa retención de nuestros pasaportes como garantía de que volveríamos al atardecer. La experiencia, sin embargo, lo valió. La mezcla cultural en este país que separa India del Sudeste Asiático era muy llamativa, aunque no más que la pobreza y precariedad de la vida en una ciudad que parecía estar en 1920. Los autos se podían contar con la mano en medio de la predominancia de la tracción a sangre. El asfalto cubría sólo una calle, mientras las otras eran meros callejones de tierra, con nenes corriendo desnudos entre animales de granja y casas precarias de bambú. La gente, simpatiquísima, se nos acercaba a hablar a cada minuto. Un hombre, incluso, nos quiso llevar de paseo a unas montañas cercanas en su moto. Pero el atardecer se acercaba y "estabamos invitados" a emprender el regreso. Fue un brevísimo saboreo de un país tan distinto como distante.

Luego de nuestra cortísima aventura por el aislado y sufrido país vecino seguimos camino al norte pasando por penosos campos de refugiados en la selva y parando en hermosos pueblos en la montaña. Nuestro próximo gran destino fue Chiang Mai, la segunda mayor ciudad del país, llena de viejos templos y pequeños bares. Una noche, en uno de ellos, saboreábamos una cerveza con Sebastián, que me contaba cómo funciona la inteligencia artificial en las computadoras (sí, es experto en el tema), cuando de repente vimos pasar por la vereda un elefante bebé que un señor paseaba con una correa, cual vecino sacando a caminar al perro por Corrientes a las 10 de la noche. Los parlantes pasaban blues y si no mirabas hacia afuera podías imaginar estar en un bar de San Telmo... Pero la calle siempre recuerda dónde uno está.

El viaje por Tailandia, que llevaba casi 1 mes, empezaba a ponerse exóticamente monótono, sin embargo. Llega el punto en que uno aprende a pedir un licuado de ananá en el idioma local, y eso es señal de que es hora de seguir adelante. Además, habíamos conocido ya muchos pueblos y ciudades y el extremo norte estaba muy cerca. Tailandia se estaba terminando, Laos estaba por empezar. Un micro nos llevó al pueblo fronterizo, y una canoa a motor nos llevó al otro lado del río. Otra moneda, otro idioma, otra cultura, otra gente. Pero, por sobre todo, descubriríamos lo que en el transcurso de los días reconoceríamos como un país mucho menos expuesto a los vaivenes sociales, económicos y culturales del resto del mundo; un país aislado, en medio de la selvática montaña, a diferencia de Tailandia, que expone sobre la mesa la convivencia (no exenta de contradicciones) de su ancestralidad y su inserción en la economía global.

"Es la República Popular Democrática de Laos", dijo Sebastián, y continuó: "No da viajar en micro, hagámosla popular en serio". "¡Sí, bote!", me emocioné yo. Y esas pocas palabras nos convencieron para comprar un boleto para viajar a Luang Prabang por el Mékong, en una travesía de dos días. Las primeras horas fueron por demás excitantes, navegando por el río rodeado de montañas y pequeñas aldeas en la cima de ellas. Hacia el final, nuestros traseros nos empezaron a jugar una mala pasada yéndose a dormir, pero apenas llegamos, se despertaron de la larga siesta. Nos fuimos con Sam, un suizo que conocimos en la lancha, a un hospedaje, y luego a caminar por el pueblo, lleno de "agencias" que nos lograron convencer, sin mucha insistencia, que hagamos algo casi inevitable en una visita al Sudeste Asiático: nos fuimos a la selva a andar en elefante. La vuelta por el bosque subidos en el cuello de estos bichos que acordamos denominar, quizás por nuestra sorpresa, bestias prehistóricas, no terminó sin enormes estornudos que, por alguna razón, los elefantes decidían direccionar hacia nuestras personas. De repente nos encontrábamos envueltos en mantos de moco elefántido, como la niña de Jurassic Park que tiene un encuentro cercano con un diplodocus. Nuestro día cuadrúpedo no pudo haber estado completo sin el atardecer, en el cual los elefantes se bañaron en el río, sumergiéndose totalmente, con nosotros arriba. Cuando asomaban la cabeza, como hipopótamos o cocodrilos, parecían verdaderamente dinosaurios, sobre cuya espalda luego nos parábamos para saltar al agua. Estábamos jugando con elefantes en medio del Mékong, en Laos. Cómo nos hubiera gustado que el Rey esté ahí para vernos.

Luang Prabang, este lugar al que llegamos luego de un largo viaje acuático, nos cautivó y nos tuvo como huéspedes una semana. Es una pequeñita ciudad entre dos ríos rodeada de montañas, que muchas décadas atrás era un importante centro administrativo de los ocupantes franceses. Por ello, se mezcla entre lo autóctono una extensa arquitectura europea. Los viejísimos Mercedes Benz de los burócratas que allí habitaban se confunden con las gallinas correteando por las calles iluminadas con faroles, al mejor estilo parisino. En los mapas, Luang Prabang figura en el centro de Laos, pero sus calles están perdidas en el tiempo y el espacio.



martes, 6 de abril de 2010

Cuarta parte. La isla sur, entre fiordos y despedidas que no son.

Nuestros casi 3 meses en el norte de Nueva Zelanda estaban llegando a su fin. Tal vez no era la mitad temporal de nuestro viaje, pero sí el momento de cruzar una clara línea divisora. Sabíamos que había una tierra al sur, tan austral como la provincia de Santa Cruz, tan hermosa como nuestra conocida Patagonia, tan grande que solía estar en el reverso de los mapas. Fue en Wellington, la capital del país y el puerto de embarque, donde, finalmente, las ideas de una tierra de nieve y lagos, delfines y ballenas, bosques y montañas nos empezaron a surgir. Un nuevo lugar nos esperaba.

Pero nuestro cruce a la isla sur me dio una sorpresa previa que indefectiblemente cambiaría mis perspectivas sobre el futuro del viaje. La noche anterior a embarcar encontré en internet a Martin, un amigo que nos habíamos hecho trabajando con los kiwis en Tauranga (el lugar del que nos echaron por indisciplinados) y que nos habíamos casualmente reencontrado en Napier (la ciudad del viñedo al que habíamos renunciado, también por indisciplinados). Me dijo "Andrés, hay una oferta espectacular de un pasaje a Bangkok para el 8 de abril". No lo dudamos. Un tanto impulsivamente compré mi pasaje, acto con el cual estaba definiendo el futuro de mi viaje. Mis días en Nueva Zelanda estaban contados.

Nos despertamos temprano y nos fuimos al puerto. Subimos a Thelmo a la bodega del ferry y nos fuimos a la cubierta, donde un viaje de 3 horas cruzando un estrecho nos tuvo en expectativa de ver saltar algún que otro delfín u orca. Aunque el fracaso en dicho cometido nos decepcionó un poco, la emoción de llegar a la isla sur lo compensaba. Pero, responsables como siempre, teníamos que cumplir con nuestra promesa de ponernos a trabajar antes de que las ansias de empezar a viajar nos invadan. Manejamos directo a Nelson, una ciudad donde sabíamos que podríamos encontrar uno de esos trabajos perfectos para nosotros: uno en el cual podríamos poner una excusa a los 5 días y huir con el producto de la explotación de nuestra fuerza laboral. Pero sospechamos que el sistema quiso darnos una lección de que así las cosas no funcionan ya que tocamos todas las puertas posibles y resultó que todos los huertos y viñedos estaban completos. Sólo uno, que tendría gran incidencia en nuestras próximas semanas de viaje, nos dio esperanzas: Harry. Entrando a un campo de manzanas, vimos acercarse a nosotros a dicho señor en su tractor, para decirnos que no necesitaba a nadie pero que nos llamaría pronto. Hubiera sido una buena noticia si no fuera porque para nosotros "pronto" significaba, quizás, estar ya a 1000 kilómetros de ahí. Pero como nos había dicho Lou, nuestro supervisor samoano en el viñedo de Napier "you Argentinians, you come, you work 1 week, then you go, Argentinians no good". Así dadas las cartas, las cosas estaban difíciles.

Agotados, frustrados, entristecidos por el cachetazo que Nueva Zelanda nos acababa de dar, estacionamos a Thelmo en un pueblo cerca de Nelson, al que llegamos luego de tocar y tocar puertas, y dormimos ahí. Pero a las 6 de la mañana, en plena oscuridad, empezó a sonar el celular de Cele. "¿Será Harry, que se arrepintió y no puede esperar hasta que se haga de día para llamarnos porque nos vio en la cara que eramos buenos trabajadores?", se ilusionó Lu, que no terminaba de despertarse. Revolvimos todo el auto en búsqueda del teléfono y la intriga de tan matinal llamada se agigantó cuando vimos que era un número de Argentina. Era el padre de Cele. Mientras padre e hija conversaban pude distinguir, con mediana exactitud, lo siguiente: "acaba de haber un terremoto terrible en Chile y dicen que a las 7.30 llega un tsunami a Nueva Zelanda". Nos lo tomamos con calma, ya que, a pesar de que estábamos bastante expuestos al mar, nos imaginamos que, en estas circunstancias, en un país tan moderno, sonarían alarmas en todas las esquinas y se abrirían los refugios en las montañas. Pero al ver que no pasaba nada ni nadie, nos fuimos a una estación de servicio, el único lugar abierto a esa hora, y le preguntamos al que atendía si sabía algo. "Ah, sí... Eso dicen... Y... Creo que... Lo que les podría decir... Para allá tienen un monte, es el punto más alto que hay por acá cerca... Podrían ir ahí". La lentitud con la que las palabras salían de su boca y la ansiedad nuestra por saber qué pasaba se combinaron en un cocktail que nos llevó a decidir por irnos al Parque Nacional Abel Tasman, a 20 kilómetros. "No, ahí el tsunami no llegaría, está protegido", nos dijeron en un centro de información. Así que nos fuimos a disfrutar de un día de caminata por unas montañas boscosas que bordeaban las playas más lindas que habíamos visto en el país.

El día siguiente nos encontró en Blenheim, otra ciudad al norte de la isla sur. Decidimos probar suerte allí, y tuvimos éxito. Nos habíamos alojado, por primera vez, en un hostal, porque supuestamente ayudaban a uno a conseguir trabajo. Efectivamente, nos lo consiguieron, y nos enteramos siendo despertados a las 7 de la mañana diciendo que empezábamos en media hora. "¡La isla nos perdonó!", dijo Cele, que la noche anterior había visto el nuevo capítulo de Lost. Tuvimos de supervisor a un maorí que decía "esto no es una democracia, acá se hace lo que yo digo. Más rápido significa más rápido". Sin embargo, era trabajo, algo que deseábamos hace rato. Sorpresivamente, nos echaron al tercer día, diciendo que no había más por hacer. Pensamos en métodos para quemar el viñedo, pero logramos tener un poco de autocontrol y esperar al siguiente día para buscar un nuevo empleo. Salimos temprano, pues, y paramos en el primer viñedo que encontramos en la ruta. Tenía, en la entrada, un edificio muy moderno y elegante, donde se cataban vinos y se disfrutaba de caviar con vista a las montañas. Vimos pasar a un hombre cargando unas cajas y le preguntamos si sabía si había trabajo. Nos dijo "tienen que entrar a ese edificio y preguntar a alguna de las señoras que están en la entrada. Pero intenten mantenerse alejados de la gente". Cuando entramos a hablar con las señoras, el extraño comentario que nos había dado el tipo había tomado sentido. Nosotros, sucios y con olor a uva, nos encontramos pidiendo trabajo en medio de gente muy adinerada probando los vinos más caros del país. La incómoda situación duró bastante poco. "Sí, hay trabajo, vayan a la oficina de empleo", nos dijeron en voz baja. "Empiezan mañana". El revés que le habíamos dado al supervisor-dictador nos llevó a este lugar donde trabajaríamos casi una semana y donde batiríamos el récord de menos músculos movidos por hora de trabajo en la historia del hemisferio sur. Definitivamente, la isla sur nos daba la bienvenida.

Al mismo tiempo que festejábamos nuestra nueva "estabilidad", nos dábamos cuenta de que nos llegaba la hora de una de esas charlas que pocas veces habíamos tenido hasta entonces y que eran determinantes para definir el futuro del grupo. Nos pusimos a pensar que, dado que yo me iba a Asia en un mes, y Cele y Lu planeaban irse a India en dos meses y aún les faltaba mucha plata, nuestros caminos se separarían más pronto que tarde. Ellas no podían darse el lujo de dejar una ciudad con trabajo asegurado, y para mí no valía la pena quedarme más tiempo allí si me faltaba recorrer toda la isla y tenía casi toda la plata que necesitaba para el viaje. No había mucho más que pensar. Habíamos logrado durante esos meses una unión psicológica lo que algunos dirían enfermiza y otros mágica, al punto de decir las mismas palabras al mismo tiempo (muchas veces al día) o de no darnos cuenta de que una podía comer naranja y el otro pera, en vez de todos necesariamente la misma fruta. Pero los proyectos diferían, los caminos se bifurcaban y el grupo llegaba así a su fin.

Yo, que me quedaría con Thelmo por ser el único con registro de conducir, me puse a buscar compañeros de viaje. Un chico de China me dijo que quería viajar conmigo hasta el sur y compartir los gastos de nafta. Un par de días después, me llegó un mensaje de texto de Guido, un amigo que me había hecho en Napier (y que luego se sumaría al viaje a Tailandia) diciendo que se prendía también y que vendría a mi encuentro en Blenheim un día antes de partir. Éramos 3 nuevamente, y la fecha estaba puesta. En 2 días me separaba de las chicas, a quienes las había llamado Harry, el señor simpático del campo de manzanas de Nelson, para decirles que tenía trabajo para ellas en una semana.

Los planes cambiaron totalmente cuando, 1 (uno) día antes de partir, nos pusimos a pensar que no había razón para separarnos definitivamente tan pronto. Podían venir Cele y Lu al sur por unos días, y cuando se acercara la fecha de comienzo de su trabajo con Harry, volverían a dedo al norte. Sonaba razonable. O quizás no, comentaron en los periódicos locales. Pero de todos modos partimos Guido, Cele, Lu, yo y Zihong, el chico de China que rebautizaríamos para entre nosotros como Kawasaki, Toshiba, Maremoto, Kanikama y Sifón, de malos que éramos, nomás. Tomamos la ruta que iba por la costa oeste y a medida que pasaban los días y los kilómetros empezamos a sentir el frío y a ver las majestuosas montañas que se alzaban por todas partes. Rápidamente nos acercábamos a la región más austral del país.

Entre caminatas por lagos y glaciares, y manejando entre altísimas montañas, llegamos a Wanaka, un hermoso pueblo donde no sólo Zihong nos sorprendería, al decirnos que dejaría de viajar con nosotros para quedarse allí a buscar trabajo, sino también las chicas, quienes al día siguiente se volverían a Nelson si no fuera por una llamada que le hicieron a Harry antes de partir en la cual se enteraron que el comienzo de la cosecha se retrasaba unos días. Su inmediato regreso no tenía sentido entonces, así que la segunda despedida no fue y seguimos los 3 y Guido hacia el sur, juntos, unos días más.

Queenstown, una hermosa ciudad a la vera de un lago, llamada por los argentinos como "Barilochito", y desbordante, en épocas turísticas, de ofertas laborales, fue nuestra próxima y traumática parada. Un día, yendo al supermercado, Thelmo nos jugó una mala pasada: se paró. Thelmo se había parado, y no era por su anciana batería. No había sonado nada, nada bien. Era tarde. Lo único que podíamos hacer era dormir, así que lo empujamos hasta estacionarlo y cerramos los ojos esperando que todo haya sido una pesadilla. A la mañana siguiente, nos tocó violentamente la ventana un hombre de la municipalidad, despertándonos y dándonos una advertencia de multa por "acampar" en un lugar ilegal. "Si los encuentro acá dentro de 1 hora cada uno de ustedes va a tener 100 dólares de multa y voy a venir con la fuerza pública". "¡No, 100 dólares no!", lloraba Lu. "¡No, la fuerza pública no!", gritaba Cele desesperada. "¡No, 500 dólares no!", grité yo cuando vino un mecánico y dijo que eso costaría el arreglo. Todos terminamos gritando lo mismo.

Arreglado el auto y agravada nuestra situación financiera partimos con Medorian, un rumano que conocimos por ahí, a una región llamada Fiordland, 300 kilómetros al sur. Aislada geográficamente del resto de la isla debido a su abrupta geografía y a la inexistente población, es una tierra montañosa invadida por fiordos. Sólo una vez allí nos daríamos cuenta de que Nueva Zelanda era algo verdaderamente especial. Más de 5 horas de viaje nos llevaron a Milford Sound, el único fiordo accesible por carretera, definido por todos nosotros como uno de los lugares más impactantes vistos en nuestras vidas. Un brazo del Mar de Tasmania metido tierra adentro, del cual brotaban enormes montañas llenas de cascadas, es tan sólo una descripción que dista de asemejarse a la realidad.

Pasamos una noche allí y volvimos a Queenstown, donde Guido y yo nos pusimos a buscar trabajo para unos días. Pero el fracaso nos golpeó de nuevo, dado que habíamos llegado para el fin de la temporada de verano. Una oferta de trabajo en Ashburton, a 1000 kilómetros de donde estábamos nos ponía de nuevo en una disyuntiva. Se acercaba la partida de Guido y mía a Bangkok y todavía nos faltaba un poco de plata. Pero no teníamos opción, el tiempo era escaso. La dirección que debíamos tomar ya se alejaba demasiado de Nelson y Cele y Lu ya casi tenían que volver. Llamaron a Harry, para confirmar el comienzo del trabajo, pero volvió a postergarlo. Lo que pensábamos que sería nuestra tercera despedida se tornó en una inesperada y grata extensión de nuestro tiempo juntos, a pesar de que ellas urgentemente necesitaban empezar a trabajar. Guido y yo teníamos que estar en Christchurch en 5 días para empezar lo que por teléfono nos habían dicho era una cosecha de papas, así que los 4 emprendimos un rápido pero relajado viaje hacía allí con paradas en lugares muy especiales, como Dunedin, una ciudad de estilo escocés, en la cual nos alojarían 8 estudiantes en un caótico departamento (donde pudimos ver cómo un plato de pescado permaneció en el piso 48 horas), y el Parque Nacional Mount Cook, el cual alberga las montañas más altas del país.

Llegados a Christchurch nos dirigimos a la casa de Glenn, un couchsurfer que nos había dicho que nos alojaría por una noche. Nos había dicho que iba a haber una fiesta en su casa, así que, dado que sabíamos que tenía 47 años, nos imaginábamos que consistiría en muchos señores de traje fumando habanos, tomando vino blanco y comiendo sándwiches de miga. Nuestra imaginación sufrió una paliza cuando llegamos y vimos que era una reunión descontrolada llena de sesentones y veinteañeros (sin otras edades en el medio, por alguna razón oculta), todos borrachos, bailando al compás de una banda adolescente tocando en vivo canciones psicodélicas. Algunos disfrazados de Cherokees, otros de Napoleón. ¿El motivo de la fiesta? El perro de una amiga de Glenn estaba enfermo y había que hacerle una cirujía de 1000 dólares. Todo era para recaudar fondos en honor al perro, que daba vueltas, moribundo, entre los borrachos. Al preguntarle a uno de los invitados cómo había llegado, dijo que la perra de su asistente era amiga del perro que esperaba el bisturí de los 1000 dólares. El ensordecedor ruido no nos permitía dormir, así que nos despedimos de Glenn, quien seguramente nunca supo que estuvimos, y nos fuimos a dormir a una reserva natural. Era, finalmente, nuestra última noche. Harry había dado el sí. A la mañana siguiente fuimos con Guido a llevar a las chicas a la ruta para que hagan dedo a Nelson. Era nuestra cuarta despedida. En un gran abrazo se fundió el fin del grupo y con él nuestros 4 meses juntos.

Arrancamos hacia Ashburton, ahí cerquita de Christchurch, en un auto semi vacío por primera vez. Pasamos allí varios días en lo de Gabrielle y Dan, dos couchsurfers simpatiquísimos que nos dejaron quedarnos en su casa durante todos los días que duraría nuestro trabajo prometido 1000 kilómetros atrás. La intriga se terminó recién cuando llegamos al lugar: era una fábrica de productos congelados, en la cual nosotros teníamos que estar todo el turno noche vestidos con unos mamelucos muy divertidos viendo pasar miles de papas por una cinta y sacando las feas y deformes. Se ganó el premio, obviamente, al mejor laburo del mes. Nos despedimos de ese lugar llevándonos un poco más de plata para el viaje y la ropa de trabajo para alguna futura fiesta de disfraces.

Finalmente, nuestra última semana en Nueva Zelanda la pasamos en Christchurch, en lo de Sebastián, un amigo que nos hicimos ahí y que se compró a último minuto un pasaje para venir con nosotros a Tailandia. Durante los tranquilísimos días en su casa, sólo me ocupé de vender a Thelmo, que resultó difícil hasta que encontré un grupo de chicos alemanes muy ansiosos como para no revisar una sospechosa gotera de aceite. En cuanto al resto, sentimos una enorme paz y hasta un cierto aburrimiento. Una tranquilidad parecida a aquella que se siente antes de que se largue la tormenta.

Después de pasar esos últimos días neozelandeces comiendo y leyendo las 24 horas, llamativamente por primera vez desde el comienzo del viaje, nos tomamos un avión a Auckland, donde nos quedamos un día en lo de Rabea, el chico saudí, hasta la mañana del vuelo. Un vuelo de 3 horas a Sydney nos catapultó fuera de las 2 islas de cuya pequeña dimensión sólo logré conciencia a 10.000 metros de altura. Aproveché las 7 horas de escala en Sydney para salir a recorrer al menos por un rato mi última ciudad occidental en más de 2 meses, porque 9 horas después las cosas iban a cambiar. Estaba llegando a Bangkok.


martes, 23 de febrero de 2010

Tercera parte. La isla norte, entre la mafia laboral y el poder.

La casa en la playa, los trabajos en los restaurantes y los desayunos con cereales eran cosa del pasado. Ahora Thelmo era nuestro hogar, nuestro medio de transporte, y, por qué no, nuestro amigo. La amiga de la prima de Lu que viajaba con nosotros se quedó en Tauranga, por lo cual nos embarcamos nosotros tres en un viaje por la isla norte de Nueva Zelanda que nos llevaría por oscuros bosques y prístinas playas. Ese domingo nos despedimos de Angela y de los chilenos que también vivían en nuestra casa, y pisamos el acelerador. Los consejos de nuestros amigos nos llevaron a la península de Coromandel, donde conoceríamos gente y pueblos muy extraños y, asimismo, nuestro Deportation Index crecería exponencialmente.

Nuestra primera parada fue en un enigmático lugar llamado Pauanui. A la vera del océano, este centro urbano (difícil de calificar de otro modo) estaba lleno de canales artificiales conectados al mar, a la orilla de los cuales estaban construidas casas millonarias que, además de tener un garaje para el auto, tenían otro para sus respectivos yates. Eso no fue tan sorprendente como el hecho de descubrir, al seguir caminando, que este lugar de no más de 1000 habitantes tenía una pista de aterrizaje y que muchas de las casas tenían no doble sino triple cochera, siendo la tercera para las avionetas. “Es claro que la ruta de la efedrina culmina en Pauanui”, dijo Cele. “Pero algo no anda bien…” -respondió Lu- “…no hay gente en la calle. Ni una persona”. “De hecho seguimos un camino bastante apartado para llegar acá”, comenté yo, pensando que mi acotación podía ser útil para resolver el flamante misterio. Volvimos al auto atemorizados y nos dimos cuenta que las espiraladas calles nos dificultaban hallar la salida a la ruta. No había gente para pedir ayuda, y de repente empezó a llover. Dando vueltas con Thelmo nos empezamos a sentir como en esas películas de catástrofes o de virus letales o de sueños existenciales donde de repente el personaje principal se encuentra solo y atrapado en una ciudad fantasma. Empezamos a darnos cuenta, de a poco, que todas las calles por las que doblábamos tenían un gran cartel negro que decía “No Exit”. “Ya fue… Saqueemos el supermercado chino del pueblo”, sugirió alguien por ahí, según altas fuentes con gran llegada al redactor de este blog. “Ya está muy oscuro”, dijo Lu. “Hagamos noche acá y mañana vemos qué hacemos”. Aparcamos a Thelmo al lado de un bosque y salimos a caminar por la rambla en medio de la noche sin luna. Aprovechamos para sacar fotos nocturnas a un pueblo que se divisaba a unos kilómetros, del otro lado de un río. Volviendo al auto, Cele me gritó “¡Vení Andy, sacame una foto acá!”, mientras corría hacía una especie de parada de colectivo en medio de un parque. Pero súbitamente escuché un fuerte “bang”. Nuestra amiga aullaba y reía del dolor. Había impactado con gran violencia con una pared de vidrio que rodeaba el refugio hacia el cual iba y había salido disparada para atrás como una mosca que se choca con una ventana.

Nos pasamos los siguientes días recorriendo el resto de la península. En el este, estuvimos en una playa llamada Hot Water Beach (sí, es el nombre), en la que uno podía cavar pozos en la arena y empezaba a subir agua a 60° desde un centro de actividad volcánica 2 kilómetros bajo tierra, por lo que podía disfrutarse de una improvisada piletita a la orilla del mar. En el oeste, estuvimos en Coromandel Town y en Thames, dos pueblos con aire far west surgidos de una fiebre del oro 100 años atrás. Dado que nuestro auto vino sin baño ni cocina, nos colamos en los campings para cocinar y bañarnos, y estar bien preparados para tomar una decisión ¿Sur o norte? Estábamos en la mitad de la isla y la incertidumbre respecto a nuestro destino reinaba. Lo decidimos una hora antes de partir. Fuimos hacia el norte, en un largo viaje que nos obligó a atravesar Auckland y sus embotellamientos, edificios y ruidos, pero que nos permitió disfrutar de sus panqueques coreanos, como parte de la esencial parada técnica de todo viajero improvisado.

Camino a Whangarei, la capital de la región a la que íbamos, nos llegó un mensaje de un couchsurfer que nos alojaría, por lo que fuimos para su casa. Vivía en una colina con su novia, Morgan, y tenían un patio gigante en el que cultivaban decenas de tipos diferentes de frutas y verduras, por lo que pasamos varios días en su casa cocinando con sus decenas de tipos diferentes de frutas y verduras, y saliendo con ellos por ahí. Una tarde fuimos a unas cuevas oscurísimas tan largas y angostas que sin una linterna no se veía absolutamente nada, salvo cientos de gusanos en los techos que emitían luz como luciérnagas. Había partes tan inundadas que el agua llegaba hasta la cintura, por lo que algunos decidimos seguir sin pantalones y descalzos por la absorbente oscuridad. Después de 2 horas de caminata, salimos y nos cruzamos con una familia, con bebés y todo, que nos preguntaban qué tal estaban las cavernas. Yo les contaba lo buenas que estaban pero que de ninguna forma era lugar para ir con bebés a cuestas. Me miraban con cara de preocupación y sorpresa. Después de despedirnos me di cuenta que les estaba hablando en calzoncillos y embarrado.

Una noche hicimos tartas (que ellos llamaron con gran convicción “sopa” por su particular consistencia) y después salimos a un bar por el centro. Como Lu terminó bastante destruida, la llevamos con Cele para la casa, caminando. Sólo una cosa nos detuvo. Una pizzería abierta hasta altas horas de la noche. No comíamos pizza desde hacía casi 2 meses, y mientras Lu estaba semi-conciente sentada en el cordón, con Cele nos babeábamos frente a las gigantografías de todos los sabores: tomate, champignones, cebolla… De todos modos no íbamos a comprar, ya que no teníamos plata, e igualmente antes habíamos comido sopa. Pero en un momento salieron unos pibes del local, nos vieron cuasi lamiendo el cartel y nos dieron 20 dólares. Nos los tiraron. Así nomás. Cosas que pasan en Nueva Zelanda, un país de dos islas locas con muy poca población, que parece que el señor que lo fundó dijo “Mmm… país nuevo… ¿qué se puede hacer? ¡Ya sé! Que el gentilicio tenga nombre de fruta y así los neozelandeses sean ‘kiwis’. Y que la moneda de curso legal sea el kiwi. Y que el ave nacional sea el kiwi. Y que la fruta más cultivada sea el kiwi”. Este señor no pensó los problemas de identidad que le traería a sus descendientes el hecho de que los carteles en la ruta que te dicen qué no hacer, como “sé un kiwi inteligente, abrochate el cinturón” o “los kiwis piolas no se drogan y manejan” estén ilustrados con kiwis. Un kiwi-ave con el cinturón ajustado. Un kiwi-fruta (con ojitos y manitos) fumando un porro. ¿Una personita por ahí?

Los cinco días de ocio whangareianos nos empezaron a hacer pesar en nuestra conciencia la falta de trabajo. Obedecimos a la moral y tomamos la ruta al norte, a un pueblito de 5000 habitantes llamado Kerikeri, el más antiguo asentamiento europeo en las islas. Nos habían dicho que ahí había mucho trabajo, pero lo que no nos habían dicho era cómo se conseguía: fuimos descubriendo que el sistema era bastante particular. Había que alojarse en un camping, para, una vez convertido en “huésped”, poder dirigirse todas las mañanas a las 7 a la recepción y esperar a que suene un teléfono. ¡Ring! Reese, el de atrás del mostrador, atendía, y luego de colgar decía, por ejemplo: “bueno, tengo un trabajito para las 8.30 por dos días, necesito una mujer y dos varones, ¿quién lo quiere?”. Descubrimos más pronto que tarde que este lugar centralizaba toda la demanda y oferta laboral de Kerikeri. Incluso pudimos ver cómo en la página web decían orgullosamente que te “ayudaban” a conseguir trabajo y te incluían los traslados hacia y desde el mismo. El sistema nos parecía bastante perverso ya que era obvio que no se podía buscar trabajo por fuera del camping: todos los empleadores darían prioridad a los huéspedes de la mafia, porque así funcionan las mafias. Al principio nos indignamos, pero si la regla era “únete al enemigo o enfréntalo”, nuestra posición era bastante previsible. La correlación de fuerzas no daba esperanzas. Apenas pagamos la semana por adelantado vimos pasar unas combis del camping llevando a 30 tongos (gentilicio de Tonga, un país al norte de acá) a un campo de mandarinas. La cara de esclavos era imperdible.

Fue así como, quedándonos 10 días en el camping “Lo de Don Corleone” (durmiendo en Thelmo, claro) conseguimos trabajos de lo más insólitos. Lu hizo limpieza en un “petit hotel” de 4 habitaciones. Cele hizo de jardinera en unas fincas gigantes frente a un río, y un día compartió conmigo 10 horas en el terreno de un tipo que quería que le metamos los cadáveres de los árboles que habían sido podados unos días antes en una mega-máquina trituradora de todo, hasta de troncos de 30 centímetros de diámetro. Además de ese, yo estuve 3 días con un sudafricano en una granja de ostras, subiendo y bajando cajas a un bote en un lago con un traje impermeable divertidísimo, lavando ostras con una manguera y sacando porcentajes de vivas y de muertas. Mi columna vertebral terminó como para meter en la máquina de hacer chips. Un día ayudé a un tipo con su mudanza, y otros tres, con Lu, cortamos ramas en un huerto de kiwis (fruta). Nos hicimos bastantes kiwis (moneda) y en general nuestros empleadores eran kiwis (persona) muy simpáticos, que nos invitaban a veces hasta el desayuno, el almuerzo y la merienda. Lo de meter ramas y troncos en la máquina trituradora se llevó todos los premios al mejor laburo de enero 2010. Para ese momento yo ya había pasado de proletario urbano a proletario rural, y de proletario rural a proletario fluvial. Los sociólogos pedíamos explotación a los gritos.

Nuestra estadía en Kerikeri se pasó rápido entre nuestros nuevos amigos: Ollie, el inglés chef; Brad, el inglés pobre; Leslie, la chilena casada que vino con una amiga a pensar sus problemas de matrimonio desde Nueva Zelanda pero cuya amiga la abandonó apenas llegaron; Jacob, un checo sexópata; Maxime, un canadiense que pisó un kiwi (ave) con su auto y tenía miedo de que lo esté buscando la policía porque acá dichos bichos tienen status de humano; y Vincent, un francés que era… francés. Con Max forjamos una especial amistad, quizás por la mutua cercanía al delito (en este pueblo nuestro Deportation Index se fue de control por razones no especificables), o tal vez porque entendía algunas de nuestras bromas. Una tarde de desocupados nos fuimos con su auto a una playa a 20 kilómetros, y cuando volvíamos al camping dijimos: “che, estamos re cerca de la puntita norte de la isla. Es ahora o nunca”. Lamentablemente Max no nos quiso acompañar, así que nos fuimos a dedo, a las 5 de la tarde, a este lugar a 200 kilómetros de donde estábamos. Cuanto más arriba íbamos más desierto se volvía todo, sin gente ni pueblos, sólo montañitas. Ahí, en medio de la nada, cerca de una localidad llamada Tetokotupotu, nos dejó una mujer que nos había levantado. Ahí mismo seguimos haciendo dedo, pero pasaban muy pocos autos y nadie paraba, hasta que en un momento vimos venir un colectivo, y lo paramos como quien para el 140, pero en medio de la ruta. Decididos a pagar, le preguntamos al chofer cuánto costaba. “Eh… ¿nada? Suban”. El colectivo resultó ser una casa rodante, y el chofer simplemente un tipo. Iban a donde nosotros, así que justo para el atardecer llegamos. Vimos la puesta del sol desde un faro rodeado de montañas y mar. Se extendía en perpendicular a nosotros, hacia el horizonte, una línea blanca de olas que se chocaban. Eran las corrientes del Pacífico y del Mar de Tasmania, cruzándose. Nos quedamos muy poco tiempo ya que se hacía de noche y temíamos que la poca gente que había se vaya y quedemos varados ahí sin nadie que nos lleve de regreso. Como de costumbre, se nos hizo tarde, y se habían ido todos los autos, menos uno. Le tocamos el vidrio cuando estaba por arrancar, y la pareja de checos allí dentro justo iba a Kerikeri. Nos subimos, y al ritmo de la canción de Los Cazafantasmas, nos dormimos. Luego de una tarde de 400 kilómetros a dedo improvisado, nos despertamos en la puerta del camping, caminamos a Thelmo y nos fuimos a dormir.

Nuestro camino ahora seguía, indefectiblemente, hacia el sur. Pero antes hicimos una parada en Waitangi, un pueblo muy cerca de donde estábamos, donde justo el día que nos íbamos se celebraba el Waitangi Day, el día en que los maoríes firmaron un tratado de resignación y acuerdo con los ingleses/neozelandeses. Iban a ir miles de personas, incluso el Primer Ministro (que vendría a ser el presidente pero su cargo no tiene dicho nombre ya que la autoridad espiritual es la reina de Inglaterra). Antes de arrancar, con Cele y Lu nos hicimos uno de nuestros estúpidos pactos: “¡che, mañana no nos vamos de Waitangi sin una foto con el Primer Ministro, eh!”. Una vez llegados, fuimos a una ceremonia en un “marae”, un centro religioso maorí, o, en criollo, lo que sería su iglesia. Había mucha gente así que escuchamos desde afuera un rato. Cuando terminó, el locutor pidió una tranquila desconcentración y que primero dejen salir al Primer Ministro. Sí, estaba ahí, era nuestra oportunidad. Estábamos como locos, queríamos cumplir nuestro pacto, a pesar de que John Key es el De Narváez de Nueva Zelanda. Salió, dio unas mini entrevistas en vivo, y siguió camino a un centro de convenciones rodeado de sus guardaespaldas. En un momento se le acercó, casualmente, un chico de 5 años para saludarlo. John se puso de cuclillas, con una rodilla en el suelo y con la otra flexionada. Mientras apoyaba una de sus manos en la segunda, acariciaba la cabeza del chico con la otra. Esa escena como de publicidad de alimento para perros duró un minuto entero, mientras lo fotografiaban y filmaban en vivo y en directo. Pero luego se levantó, y siguió su camino, sonriendo de lejos a la gente y a las cámaras… Hasta que fijó su mirada en mí. Era el momento. Puse la mejor sonrisa falsa, metí mi brazo entre los guardaespaldas como un cañón y le extendí la mano. “Mucho gusto, señor”, le dije. Los guardaespaldas se apartaron y John se me puso a charlar, preguntándome de dónde era, si me gustaba Nueva Zelanda, y contándome de los convenios de visado que firmó con… Perú y Chile. Cuando la escena ya era insostenible y los flashes y cámaras me empezaron a enceguecer, me atreví y le dije “¿podemos sacarnos una foto con usted?”. “Claro, ¿por qué no?”, respondió, y se preguntó para sus adentros por qué hablé en plural. La respuesta estaba detrás de mí, ya que de allí salieron Cele y Lu a ponerse para la foto. Cele, con pantalones y aros hippies. Lu, con un suéter blanco devenido en amarillo, y el pelo revoltoso de haber dormido en el auto. Yo, con una camisa cuadriculada de 2 pesos del Ejército de Salvación de Pompeya. “¿Será muy desubicado abrazarlo por detrás del cuello, onda amigo?”, me pregunté. Mi integridad física le agradeció a mi imaginación haberme guardado la pregunta. Luego de la foto le agradecimos y nos alejamos del tumulto para abrazarnos y morirnos de risa. Pero casi que el tumulto se reorganizó para estar alrededor nuestro, ya que, aparentemente, en este país no se estila sacarse una foto con el presidente como si hubiera acabado de bajarse de un escenario luego de inaugurar una fábrica o una calle pavimentada. La gente nos miraba, nos señalaba, y se reía de nuestro atrevimiento. Los fotógrafos y los camarógrafos nos llenaban de flashes. Así pasó nuestro momento de fama y contacto con las altas autoridades gubernamentales, e incluso hasta casi que sentimos el perdón presidencial, por lo que nos auto-reseteamos el Deportation Index, que volvió a cero.

Habiendo pasado el resto del día en los festejos, con canoas maoríes (wakas) y bailes maoríes (hakas), y el resto de la noche charlando con un ex dealer de drogas duras que nos contó del negocio y de cómo él y sus socios secuestraban a los deudores, nos fuimos a la mañana siguiente, por fin, al sur. Paramos en Auckland por unos días en lo de Rabea, un chico de Arabia Saudita que nos hizo comidas riquísimas, nos invitó a una pizzería y hasta nos hizo regalos de despedida. Tuvimos que quedarnos en esa gran urbe esperando al lunes para poder ir al Consulado de Australia a sacar la visa de visitante. Nos sacamos la foto, llenamos los formularios e hicimos la cola. Cuando estaba por tocarnos nuestro número, nos vino un súbito cambio de humor grupal y dijimos “¿135 dólares para la visa de un país que vamos a visitar en gran parte sólo porque queda cerca? ¡A la mierda Australia!”. Así de fuerte lo dijimos, pero por suerte nadie hablaba español o todos los que sí se hicieron los boludos. Tiramos los formularios a la basura y fuimos rápido a pedir otros para sacar la visa de tránsito, gratuita, que nos permitía estar 72 horas en el país de los canguros por razones de “tránsito”. Lo planeamos todo. Compraríamos pasajes a Asia que tengan escala en Australia y haríamos una parada de 3 días a la ida y otros 3 a la vuelta, engañando magistralmente a las autoridades migratorias visitando fugazmente el país sin pagar visa. Quizás sería poco, pero decidimos que era mejor pasar más tiempo en lugares más exóticos. Hecho el trámite, nos fuimos de Auckland, y seguimos al sur.

Nuestra siguiente parada fue Rotorua, una ciudad bonita pero hedionda debido al olor a azufre de los géiseres que habían por ahí. Ahí pudimos encontrar, caminando frente a un museo, un auto muy viejo, como de los ’40, con una patente… ¡argentina! Y el volante a la izquierda. Todo un hallazgo. Nos acercamos a charlar y los dueños resultaron ser una pareja bastante conocida que viajó hace unos años desde Ushuaia hasta Alaska, escribió un libro y vendió miles de copias. Ahora viajaban por Oceanía, y se iban pronto al sudeste asiático. Le pedimos al hombre que nos cuente sus impresiones de Bolivia, por tirar un país al azar. “La verdad que eso que dicen de que Bolivia es re pobre es cualquier cosa. No es tan pobre como dicen, o sea, no hay villas, yo no vi villas. Las casas son todas lindas, prolijitas, de adobe, y las… ¿cómo se llaman? ¿Cholulas? Ah, no, las cholas, sí, las cholas, se visten con unas ropas increíbles. ¡Y sí que son rápidas para vender, eh! Y hasta tienen un presidente indio”. Es difícil precisar cómo eran nuestras caras mientras él hablaba. Sólo sabemos con certeza que pusimos una excusa y nos fuimos tan pronto como fue posible. Cele esbozó un “o sea…”. Yo le completé: “que no, el solo hecho de viajar no es garantía de nada, nada”.

Seguimos camino a Taupo, una bonita y pequeña ciudad a la vera de un lago, donde había posibilidades de que consigamos trabajo. Lu se había puesto en contacto, por mensaje de texto, como se suele hacer acá, con un contratista del lugar para ver si podíamos hacer algo en un campo un par de días. Pero el hombre insistía con que Cele y Lu le manden fotos. Era muy sospechoso. Quizás quería ver si tenían suficientes músculos… Pero no; el tipo resultó ser, además de contratista, proxeneta, ya que luego de insistirle con que diga para qué quería fotos, le ofreció a las chicas trabajo “entreteniendo hombres” en un “club de caballeros”. Obviamente, habíamos perdido la oportunidad de trabajar en Taupo, así que fuimos más al sur, a Napier, donde sabíamos que era temporada y conseguiríamos algo casi con seguridad. Y sí, efectivamente, una hora antes de llegar, nos llamó otro contratista (sin negocios paralelos) a quien habíamos escrito un mensaje de texto y nos ofreció que empecemos a trabajar en un viñedo al día siguiente. Era bastante duro: entre 10 y 11 horas al día, a sol y lluvia, poniéndole clips a las redes que protegen a las uvas de los pájaros, arrancando hojas y sacando la fruta mala. El supervisor, un tipo de Samoa que no entendía un pingo de inglés, era bastante vigilante, por lo cual jugar al AeroUva estaba fuera de discusión. Pero un día antes del día en el que pretendíamos renunciar, llegó el jefe para avisarnos que a partir del mediodía empezaríamos a cobrar por producción, por lo cual lo que veníamos haciendo en casi 2 horas tendríamos que hacerlo en 1 hora para alcanzar el salario mínimo. Y como acá los empleadores respetan estas cosas, si no lográbamos la velocidad suficiente para llegar a cobrar el mínimo, nos echarían. “Ah, no, esto sí que no”, dijo Cele. “Que nos exploten todo lo que quieran, ¿pero apurarnos? Jamás”. Nos quedamos 2 horas más en las cuales aprovechamos para jugar al AeroUva y robarnos unos cuantos racimos y nos fuimos diciéndole al supervisor cosas en español poco alegres.

Esos 10 días en Napier los pasamos en diversos habitáculos. Mientras la primera noche estuvimos en lo de Hilary, una couchsurfer que nos enseñó qué hacer en caso de tsunami o terremoto, las otras dormimos en lo de 4 irlandeses que habían estado viajando por Latinoamérica todo el año pasado y ahora estaban viviendo ahí. Íbamos a quedarnos en su casa 1 o 2 días nomás, pero eran tan copados que nos dijeron que nos quedemos lo que quisiéramos. No pasábamos mucho tiempo con ellos ya que estábamos todo el día en el viñedo, pero una vez que renunciamos empezamos a salir juntos a dar vueltas por ahí. Y el último fin de semana fue muy especial. La ciudad fue destruida en 1931 por un terremoto y se reconstruyó en Art Decó. Desde hace unos años, un fin de semana por año, se viste todo el mundo de los años ’30, y se llenan las calles de autos de la época, salidos quién sabe de dónde. Nos sentimos en una especie de mega-happening u obra de teatro social en la cual todos pretendían estar en otra época, por las noches y por las mañanas. Desde nenes de 10 años hasta ancianos. Tan extraño era que, una noche en que hubo un concierto de viejo jazz al aire libre, todo el mundo sabía bailar Charleston. Increíble.

Nuestra despedida de Napier no fue total ya que los irlandeses se vinieron con nosotros al Monte Tongariro, en el centro de la isla. Hicimos juntos una caminata (o “cruce alpino”, como lo llaman) de 6 horas con ellos en medio de espectaculares paisajes, y, luego sí, nos despedimos. Nos vinimos a Wellington, donde vamos a quedarnos hasta el viernes, cuando tomaremos el ferry que nos llevará, por fin, a la isla sur. Nuevos pagos nos esperan.


miércoles, 13 de enero de 2010

Segunda parte. Salto rutinario.

Y así pasaron los días, días que se transformaron en semanas. Nuestra vida en Oceanbeach Road era desayunos en la playa, películas en el living y siestitas en el balcón. Hasta que una tarde ocurrió algo que no esperábamos en absoluto. Se nos acercó Angela y nos dijo que en la casa del fondo, también suya, pero separada de la nuestra con una pared de madera como los Simpsons y los Flanders, había un sauna que podíamos usar mientras el hombre que la alquilaba estaba de vacaciones. Esa misma noche nos pusimos la malla y nos acercamos al jardín del vecino en cuestión. Entramos bien despacio y nos atemorizamos porque escuchamos música, tenue pero presente. ¿Habría vuelto Robert de su viaje sin que lo sepamos? Nos acercamos sigilosamente para investigar. Y de repente encontramos que la música salía de una especie de caja de madera muy grande tapada por una lona. La destapamos. Y así descubrimos que lo que acá llamaban sauna era en realidad un yacuzzi para 4 personas con tres tipos de chorros, luces de colores y equipo de música incorporado. Lloramos y nos abrazamos. Nuestro sueño neozelandés se profundizaba, como el cambio de Cristina, Cobos y Vos.

Pequeños mares de felicidad como éste se veían manchados por derrames del petróleo de la sospecha. Los dueños de casa, Angela y Clayton, escondían algo. Lo presentíamos. Casi lo sabíamos. Eran bastante simpáticos, pero sospechábamos que escondían un gran secreto. Por un lado, escuchamos una conversación suya sobre cómo llenar un determinado formulario en la cual nuestro anfitrión le preguntaba a la mujer si, en un casillero, debería hacer referencia a "los pequeños delitos" cometidos en su juventud. Minutos más tarde en la habitación, pasmada, Cele opinó: "bueno, pero la gente cambia". "Sí, además, quién sabe, quizás le robaba a los ricos para darle a los pobres", dijo Lu, interrumpiendo su lectura de Robin Hood. "Sinceramente, yo tengo mis dudas", dije yo. Finalmente, los tres terminamos ahondando nuestras sospechas. Al día siguiente escuchamos otra conversación entre ellos en la cual mencionaban problemas recientes de Clay con la justicia por haber entrado a una casa ilegalmente, al parecer para "buscar algo" de un "vecino" que no estaba en su hogar en el momento. La presencia de portaretratos por toda la casa con fotos de chicos y adultos desconocidos sacudieron nuestras dudas. Una de ellas, incluso, muestra a un hombre y una mujer, ambos muy parecidos a Angela y Clay, con un bebé recién nacido, como si fueran los padres reales de Amelia (su hija) y ellos la hubieran robado aprovechándose de la similitud física con los padres. Pero entonces nos preguntamos qué habría sido de los padres reales... Sólo interrumpíamos nuestras conjeturas cuando nos íbamos a ver Los Expedientes Secretos X después de comer.

Un día nos llegó un mensaje de texto de Veda, la mujer maorí que nos alojó los primeros días en Tauranga, invitádonos a almorzar a su casa. Nos ofreció pasarnos a buscar, ya que era domingo y no habían colectivos, y mientras la esperábamos nos avisó "ya llego, búsquense una malla". Pensando que nos íbamos a la playa, nos llevó de sorpresa a unas cascadas en medio de un bosque a comer un gran picnic que, según una tradición que al parecer estábamos respetando, empezamos por el postre y seguimos con los sandwiches con palta, palta, y más palta (hay tanta en Nueva Zelanda que en los McDonald's te ofrecen agregarle palta a la hamburguesa por un dólar). Después de comer nos subimos al auto y fuimos a la zona de las cascadas en sí, para lo cual teníamos que pasar por encima de un puentecito. Y fue ahí donde cambiaron mis perspectivas. Me di cuenta de que podía llevar a cabo el sueño neozelandés que nunca había sabido que tenía: dar un salto de 15 metros al agua donde desembocaban las cascadas. No lo dudé, pero busqué compañía para la aventura. Mientras todos bajaban al agua a pie, convencí a Cele para que baje conmigo a salto. Me empecé a trepar por el costado del puente, agarrándome de los caños, mientras terminaba de convencer a mi valiente amiga de hacer el bungy jumping (sin bungy pero con jumping) conmigo. Luego de nuestra temeraria caminata por las vigas, llegamos a posición y saltamos. Fueron segundos interminables en los que el agua parecía no llegar nunca. Tan largos fueron que Cele se puso cómoda, en posición de sentarse en una silla, sin darse cuenta de que estaba cayendo al agua a 150 kilómetros por hora. Impactamos y nos hundimos. Como no sentí ningún golpe pensé: "qué bueno, entonces era lo suficientemente profundo". Nadamos a la superficie y escuché gritos. "¡Andy, ayudame, no siento las piernas, no siento las piernas!". Igual ella nadaba tranquilamente hacia la orilla, así que no me preocupé. Pero una vez que empezamos a treparnos por las piedras para ir a donde nuestros amigos, lo noté. Vi cómo empezó a nacer una constelación de moretones a lo largo de las piernas de mi amiga, primero rosaditos, luego morados, para ponerse, por fin, casi negros. Como decoración, acompañaban poros por los que salía sangre a borbotoncitos. Que nos hayan convidado hielo y botellas frías de cerveza para que se ponga en sus heridas no fue suficiente para detener las que serían las nuevas integrantes de nuestro grupo: las "ay piernas" de Cele. Recién a los 10 días empezó a diluirse la hemorragia interna. Yo me quedé con ganas de saltar de nuevo.

El 31 fue el cumpleaños de nuestra amiga la saltarina y sus piernas color remolacha. Era media mañana y estábamos ambos en la habitación, ella pensando en que tendría un año de buena suerte por cumplir una edad capicúa y yo mirando en silencio y con resignación las arrugas de casi toda mi ropa desparramada por la habitación. De repente escuchamos pasos que bajaban. Era Angela. "Qué raro" pensé. "Nunca viene a nuestra cueva". "¿Puedo pasar?" preguntó, y pidió permiso para pasar al depósito al que se accede a través de nuestro cuarto. Y me pidió ayuda para agarrar una pala que estaba bastante alta. Mientras la agarraba, me di cuenta que no tenía buena cara, y entonces le pregunté qué le pasaba. "A Tasha la pisó un auto" me contó con los ojos llorosos. "Nooo...." pensé yo. No sabía quién era Tasha pero imaginé que si me dijo su nombre era una de las amigas suyas que yo había conocido. "¿Está grave?" pregunté, al mismo tiempo que pensé por qué tenía yo una pala en la mano. "Murió" me respondió con las pocas fuerzas que le quedaban en la voz, mientras yo no sabía lo que hacer y la pala en mi mano me generaba preguntas cada vez más urgentes. "Era una gata tan buena", agregó. "Uff.... ¡menos mal!" pensé. Era su gata, cuyo nombre nunca me había aprendido. Aunque, a decir verdad, la situación era bastante trágica, por más de que la muerta era la mascota. 10 minutos antes le había tocado el timbre el vecino que la encontró y se la había traído envuelta en una toalla. Angela no dudó mucho en pedirme ayuda para hacer el pozo en el jardín para la gatita. Mientras yo cavaba y cavaba (tal como en las películas del mismo tipo de las descriptas en la aparición de la maorí maléfica a mi lado), me contó que justo al lado estaba enterrado su gato anterior, Carlos. Esto se estaba transformando en un cementerio de animales. Y a pocos metros del yacuzzi. "No, Andrés, no podés estar pensando en eso", me intenté convencer. A medida que hacía el pozo Angela iba probando si el cadáver encajaba en el agujero y me pedía que agrande la zona de la cabeza. Cuando terminamos se fue de paseo con su hijita y yo me puse a preparar el almuerzo cumpleañero a Cele (de seguro vegetariano). La noche anterior le habíamos hecho una torta sorpresa de malvaviscos y habíamos hecho una fiestita semi-clandestina con 10 personas en el yacuzzi. Angela me preguntaría luego por qué el agua estaba tan baja. "Ya sé que los yacuzzis son para relajarse, pero a nosotros como que nos relaja tanto que nos movemos mucho", atiné a contestar.

Una de esas tardes, en la playa, tuvimos una discusión saludable sobre qué hacer de nuestro futuro. Ya habíamos estado en Tauranga/Mt. Maunganui por 3 semanas y considerando que teníamos que dar un aviso de 15 días antes de irnos de la casa, habríamos estado aquí por como 40 días en total. La vida era muy cómoda. Casa, playa, trabajo, joda. Pero las islas nos deparaban demasiado como para no aventurarnos. "Vámonos como Frodo y Sam a Mordor", dijo Lu. "Sí, tenemos que destruir el anillo", agregó Cele. "¡Quiero hacerme amiga de un árbol!", se apresuró nuestra compañera santiagueña. "Paren, paren", dije, en una de esas habituales bajadas a tierra mías. "¿Habrán caballos en que quepamos todos?". "No... Pero hay autos", me detuvo Cele "piernitas" Tortosa. Entonces lo decidimos. Nos quedaríamos 3 semanas más, buscando vehículo motorizado y trabajo en el campo para los últimos días con el fin de hacernos de capital complementario que costee nuestro viajecito por la isla norte.

En tanto, las celebraciones por las "fiestas" fueron bastante particulares acá. En Navidad no se tiró ni un solo fuego de artificio, y la gente no salió de joda, salvo por unos pocos jóvenes amontonados en los bares, que a medianoche cerraban y por lo cual todos salían a brindar a la calle con copas imaginarias ya que no se puede tomar bebidas alcohólicas en la vía pública. Fieles a nuestro desafío a la autoridad, y deseosos de aumentar lo que dimos a llamar nuestro Deportation Index (variable de 0 a 100% según las violaciones a la ley que vamos cometiendo), escondimos una botellita y tomamos en la puerta de un bar al sonar las doce. Alyssha, mi amiga del trabajo que nos acompañaba, nos miró con inédita perplejidad. "Qué apegados a la ley, ustedes, los kiwis", le dije. "¿Te parece?" me respondió, señalando con la cabeza unos borrachos tratando de apagar una palmera que habían prendido fuego.

Mientras en Navidad todos los neozelandeses se fueron rápido a sus casas ansiosos de despertarse bien temprano y correr al arbolito para abrir los regalos, como en las películas estadounidenses, en Año Nuevo se armó una gran partuza. Acá en Mt. Maunganui, como era de esperar por las referencias de años anteriores, nos juntamos 30.000 personas en la playa a bailar al ritmo de la veda alcohólica. Terminamos la noche en un fogón en la arena, muy lejos de todo, viendo el amanecer del 2010 en el Pacífico. Mi deseo fue que se vayan las orcas y tiburones que estuvieron apareciendo por la costa esos días. Y que nos acepten en el casting de la película de "El Hobbit", que se empieza a filmar acá en Nueva Zelanda en unos meses y para la cual necesitan muchos extras.

El nuevo año nos recibió con una gran sorpresa. Me desperté a la mañana, entré a una página de subastas en internet, y estaba por cerrar la venta de un auto viejito pero perfecto para nosotros: un Mitsubishi del 87, de 3 filas, con asientos totalmente reclinables, perfecto para dormir en él. Estaba a 700 dólares kiwis, pero era evidente que todos estaban ahí para hacer sus ofertas a último minuto. Y así pasó. Empezó a escalar. 750, 780, 850, 980... Y ganamos. 1020 kiwis. Teníamos que verlo y pagarlo para creerlo, cosa que hicimos esa misma tarde. Un tanto antiguo pero comodísimo, Thelmo nos emocionó como pocas cosas en Nueva Zelanda. Nos cambió las perspectivas y nos hizo sentir más libres. No más hacer dedo hasta para ir a trabajar, no más no poder ir de paseo porque después de las 4 no hay colectivos... Este auto estaba destinado a nosotros, incluso el número de la patente, 1020, era, casualmente, el precio que pagamos. Simplemente era cuestión de manejar y disfrutar. A pesar de esto, no sólo seguiríamos llegando tarde a todas partes por el exceso de confianza sino que yo, el único con registro, me encontraría en problemas en varias ocasiones por no lograr acostumbrarme a tener el volante a la derecha y conducir por el carril izquierdo. Por ejemplo, intentando poner la luz de giro pondría el limpia parabrisas, o sin darme cuenta me encontraría manejando a contramano por una avenida. Por suerte cada vez me pasaría menos.

Nuestros trabajos, en tanto, siguieron por sus carriles normales. Lu, en su restaurante indio, se traía casi todas las noches un tapper con sobras más que buenas. Además, estuvo enseñándole al dueño a hablar un poco de inglés -se comunicaban mayormente por señas- ya que lo único que sabía decirle es "¡no no no!" cuando hacía algo mal. Pero sus pocas horas nocturnas de trabajo la hicieron buscar -y encontrar- algo distinto, que la alegre y satisfaga, que la haga sentir una persona completa. La contrataron de una cadena tipo McDonald's pero sólo de hamburguesas de pollo, para que trabaje en la sucursal de un patio de comidas en un shopping. La entrenaron, le dieron gorrito y le enseñaron -con manual- cómo hablar, cómo pararse y cómo sonreír. Una vez le dijeron que su sonrisa era lo suficientemente grande pero que se notaba que sonreía sólo por la plata. Cele, por su parte, en su restaurante también indio, estuvo llevándose bastante bien con todos. Sin embargo, las últimas semanas estuvo encontrándose con la sorpresa de que, apenas empezaba a llegar gente, la hacían irse, y terminaba trabajando menos de 2 horas. Parece que se estaban fundiendo y la querían tanto que les daba vergüenza decirle directamente que no vaya más.

Yo, por mi parte, estuve bastante estable en mi trabajo, trabajando una cantidad considerable de horas y haciendo todo tipo de cosas. Además de lavar, aprendí a hacer muchas entradas y postres. Aunque en general me manejaba, me mandé un par de cagadas, como tirar mousses al piso y romper uno que otro plato. El dueño, Luigi, (de esos que hacen de mozo porque así se sienten más involucrados con el negocio o porque son simplemente hiperquinéticos), se rompió un brazo apenas yo entré a trabajar ahí, y, al no poder cargar bandejas, no encontró mejor pasatiempos que venir a la cocina a cada minuto y ponerse a mirar cómo iba todo. Siempre se paraba atrás mío, estático cual tótem maorí, para ver si me mandaba cagadas. Y lo que no pasaba nunca, pasaba con él ahí. O se me caían los cucharones en las sartenes con comida, o estaba 5 minutos para armar una bocha de helado (mientras lo del pote se derretía) o hasta lo salpicaba a él mientras enjuagaba un tenedor. Eso me hacía temer lo peor. Pero fui mejorando, estabilizándome y de a poco hasta la empezaba a pasar bien. Uno de los cocineros, Mario, brasilero, era muy gracioso. Cantaba pelotudeces todo el tiempo, se trepaba por los estantes para alcanzar determinado utensilio a la vez que le pedía a los demás que le tarareen la música de Misión Imposible, y cuando nos decía a Guille (mi compañera argentina) y a mí que nos apuremos, nos lo graficaba haciendo de cuenta que aspiraba harina como si fuera cocaína. "¡Así de activos los quiero!" nos gritaba con la cara manchada de blanco. Con Guillermina hacíamos pasar el tiempo muy rápido de la cantidad de pavadas que hablábamos (cuando había tiempo de pararse a hablar). Las veces que no había nada para hacer, había que hacer de cuenta de que estábamos haciendo algo útil, porque Luigi Bros (sí, el jefe tenía el muñeco de peluche del personaje del videojuego colgado de un clavo en la estantería de vinos) no debía entrar y vernos al pedo sin que nosotros debamos enfrentar las consecuencias. Entonces, para poder hablar de idioteces y no trabajar, nos poníamos cada uno en lo que llamé posición de stand by, como los personajes del Mortal Kombat cuando están quietos: no se desplazan activamente, pero tienen un tenue movimiento de adelante hacia atrás. Guille limpiaba muy lentamente con un palito de madera el mismo agujerito de la máquina de pastas, mientras que yo repasaba con una esponja la misma parte de la mesada, de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, una y otra vez, rememorante de las películas del lejano oeste en las que un personaje entra a esos bares viejos, hechos de madera y con una puerta de vaivén, en los que detrás del polvoriento mostrador hay un mozo/estatua secando una misma copa hasta deshacerla de tanta frotación.

De todos modos, este momento de alta pasividad se veía contrastado con la gran actividad antes de terminar. Nosotros dos éramos los encargados de ordenar y cerrar la cocina, para lo cual nos teníamos que apurar como locos. Pero como éramos los únicos ahí, yo a veces me dedicaba a aumentar mi Deportation Index haciéndome postres o comiéndome el helado. El índice aumentó un par de noches a 70 u 80% cuando directamente me llevé nueces a nuestra casa en una bolsita de plástico mientras le hacía de campana a mi compañera para que se meta en el bolso un pack de cervezas. Las estadísticas estuvieron alarmantes en otras ocasiones, tales como cuando, subiendo un monte a las afueras de Tauranga, saltamos una cerca, entramos a un campo, y corrimos hacia las ovejas espantándolas como un pastor alemán. O como cuando (bastantes veces) fuimos planeadamente al supermercado a robarnos chocolates y gomitas, de esas que están en contenedores de plástico y se sirven con una palita.

Nuestra última semana en la ciudad pronto se acercó y empezamos a buscar trabajo en el campo. Mandamos mensajes de texto a muchos contratistas hasta que Ali, de Bangladesh, nos llamó una noche diciendo que nos necesitaba a todos para el día siguiente a las 8 de la mañana a unos 30 kilómetros de acá. Como de costumbre, llegamos unos 15 minutos tarde. Nos presentaron a Justin, nuestro supervisor indio, y nos pusieron a trabajar. Teníamos que arrancar los kiwis muy pequeños, los muy grandes, y los muy feos y deformes, para que en 1 mes estén listos y adaptados a los estándares estéticos del mercado frutal internacional. La monotonía de hacer el mismo movimiento 9 horas al día nos llevó a ingeniárnosla para entretenernos de diversos modos. Inventamos el "AeroKiwi", un juego en que cada uno desde su lugar lanzaba kiwis hacia el otro esperando que ambos se choquen en el aire, y el "Miss Ugly Kiwi New Zealand 2010": en cada recreo debíamos exhibir y votar cuál de todos los kiwis que habíamos preseleccionado era el más feo y deforme. El ganador sería exhibido arriba del tablero de Thelmo hasta su putrefacción. Por último, jugamos a la Guerra de los Kiwis, tan simple como esperar a que el otro esté desatento y lanzarle el mejor kiwazo posible. "Sacá el kiwi que hay en vos" era la consigna.

Ayer estábamos en medio de uno de nuestros juegos, con el plus de tenerla a Lu arrancando kiwis al compás de "I Will Survive", cuando notamos que habían super-supervisores cerca. Habían dado la orden. Se nos acercó Justin y nos avisó que nos habían despedido. Nos fue extremadamente difícil contener la risa. "Ya fue, igual íbamos a trabajar 2 días más", dijo Lu. "Además ya sentía que me estaba transformando en kiwi. Mis moretones se empezaron a poner verdes", agregó Cele. En medio de esa charla en nuestra casa sonó un celular. Era Ali, el contratista. Nos quería de nuevo. Nos ofreció que vayamos a otro campo hoy a la mañana. Estábamos hartos, pero cada día de trabajo era mucha plata. Fuimos. Ya un poco excedidos, llegamos 1 hora tarde, pero lo toleraron. Intentamos trabajar, pero 2 horas antes de terminar el aburrimiento fue extremo y nos fuimos sin dar mucho aviso de nuestra decisión. Ahora sólo esperamos que un día de estos nos depositen lo que estuvimos trabajando, mientras a partir del domingo salimos con Thelmo a recorrer la isla, con rumbo incierto.